ESPECIAL | Gilles Villeneuve, la tragedia y el amor a partes iguales

Siguiendo con nuestra sección de Ganadores sin Corona, llega el turno de un piloto cuyas estadísticas no asombran, pero que dejó tras él una historia que explica por qué una vez nos enamoramos del automovilismo. Gilles Villeneuve dejó un vacío en la Fórmula 1 que no pudo llenarse tras su fallecimiento. Su paso por la competición fue tan fulgurante como trágico, tan poético como recordado.

Es una de las leyendas indiscutibles del gran circo pese a que nunca obtuvo el título mundial. Nació en Quebec, Canadá, el 18 de enero de 1950. Su primera temporada completa en la Fórmula 1 se produjo en 1978. Aquel fue el comienzo de su idilio con Ferrari. Sin embargo, su fichaje generó polémica entre los tifosi, ya que era un completo desconocido para los aficionados europeos.

Tampoco ayudaba su nula experiencia y la reputación de tipo poco responsable que le perseguía. Enzo Ferrari apostó por él como sustituto de Niki Lauda, quien se había coronado en dos ocasiones vestido de rojo, en 1975 y 1977. El austriaco dejaba el listón muy alto. Tratar de ocupar su lugar habría sido una cima imposible de escalar para prácticamente cualquiera, pero no para Villeneuve.

Enseguida se ganó el corazón no sólo de los tifosi, sino también de su comandante, Enzo. Se sentían representados por su desparpajo, su carisma y su talento. Veían en él la encarnación de los valores que convirtieron a Ferrari en la marca automovilística y el equipo de carreras más exitoso del mundo. Guilles era sinónimo de pasión y riesgo, de ambición y trabajo en equipo.

Finalizó su debut en la casa de Maranello con una discreta novena posición en el campeonato, pero cerrándolo con un broche de oro, una magnífica victoria en Canadá, su hogar, en la última prueba del año. Nunca estuvo tan cerca de la gloria como al año siguiente, 1979. Ferrari creó una máquina dominante, que permitió a Villeneuve y su compañero de equipo, Jody Scheckter, pelear por la corona. Fueron los galones del sudafricano los que se impusieron.

La experiencia jugó a su favor, y Gilles accedió a acatar las órdenes de equipo que recibió. La labor del canadiense, segundo en 1979, fue ayudar a Schecker a ganar el título, con la esperanza de que su momento no tardase en llegar. Tenía todo a su favor para hacerse con el sueño de todo piloto: juventud, velocidad y el respaldo incondicional de su padre deportivo, Enzo Ferrari.

1980 supuso una gran decepción. Poco pudo hacer al volante de un Ferrari altamente mediocre. Los de Maranello mejoraron la campaña siguiente, pero no fueron rival para Williams. No obstante, las demostraciones del talento de Villeneuve no cesaban. Dos victorias consecutivas en Mónaco y España certificaron que era uno de los pilotos de referencia, al que sólo le faltaba disfrutar de la oportunidad de subirse a un monoplaza ganador.

1982, el punto de inflexión

Enzo Ferrari prometió a sus dos pilotos que para 1982 se revertiría la situación. El objetivo de la escudería italiana era reintroducirse en el camino del triunfo, del que llevaban apartados unos cuantos años. Lo que no se esperaba es que aquella temporada explotase una polémica interna de dimensiones estratosféricas. Fue el comienzo de una rivalidad a vida o muerte, literalmente: la de Gilles Villeneuve y el piloto con el que compartía garaje, el francés Didier Pironi.

La carrera de Imola de 1982 fue el punto de inflexión. Una traición, de Pironi a Villeneuve, desencadenó el drama que vendría después. Un pacto que el francés desobedeció. A pocas vueltas del final los Ferrari lideraban con una solvencia aplastante. Nada peligraba el doblete rojo en presencia de sus compatriotas italianos, pero de repente, los propios pilotos fueron los que amenazaron el resultado.

Los últimos giros de la prueba fueron vertiginosos, bestiales. Estaba claro que estaban luchando con el cuchillo entre los dientes como dos gladiadores, y que aquello no era un espectáculo con directrices de Enzo Ferrari de por medio. Villeneuve esperaba un escudero y se encontró con alguien dispuesto a llevarlo al límite y cuestionar su supremacía en el equipo.

Desde el muro se pusieron nerviosos y mientras Villeneuve lideraba sacaron un cartel con un mensaje claro: "Slow" (Despacio). Gilles captó lo que debía hacer, salvaguardar el resultado. Entendía que Pironi haría lo propio y mantendría el segundo lugar sin oposición. No obstante, la actitud beligerante del francés continuó y le volvió a adelantar. Villeneuve no podía creer lo que acababa de ocurrir.

Se enzarzaron en una lucha sin cuartel, adelantándose varias veces hasta la última vuelta, con Villeneuve en cabeza. Daba la sensación de que Pironi aceptó que la victoria debía ser de su compañero, pero en el último punto de adelantamiento recuperó el liderato para no soltarlo. Villeneuve le declaró la guerra. Dijo que no volvería a hablarle.

La catástrofe de Bélgica

Su frustración, la obsesión por superar a Pironi, llevó al canadiense a su trágico final. En la siguiente prueba, en el circuito belga de Zolder, lo único que rondaba por la mente de Villeneuve era vencer al francés. Estaba dispuesto a todo para lograrlo. Incluso a poner su vida en juego. En la clasificación Pironi marcó el mejor tiempo. Vuelta tras vuelta Gilles intentaba rebasarlo, sin éxito.

Hasta que sobrepasó los límites. Su Ferrari impactó con el monoplaza del alemán Jochen Mass y salió disparado por los aires. Gilles fue expulsado de su habitáculo y su cuerpo cayó al suelo, sufriendo lesiones irreversibles. Gilles Villeneuve falleció ese mismo día en el hospital, a las pocas horas del impacto. Su rivalidad con Pironi tuvo el final más doloroso posible. El francés no volvió a ser el mismo tras la tragedia. Cuando murió Gilles una parte de Didier también lo hizo. De alguna manera se sintió responsable.

Su trayectoria se truncó ese mismo año, en el Gran Premio de Alemania, donde sufrió un accidente que casi le cuesta la vida. Sus piernas se vieron severamente dañadas, lo que le obligó a abandonar la Fórmula 1. Posteriormente se dedicó a las carreras de lanchas, una nueva pasión que también entrañaba grandes peligros.

Tanto es así, que el 23 de agosto de 1986 falleció a causa de un accidente en el que también murieron sus dos copilotos. Su mujer estaba embarazada de gemelos, a los que llamó Didier y Gilles después de dar a luz, en honor a los fallecidos pilotos. Un final tristemente poético y hermoso.

Sus trayectorias son las de dos competidores enormemente talentosos que podrían haber sido campeones del mundo, pero cuyo destino resultó ser otro, mucho más injusto y desafortunado. Al menos la esposa de Pironi se encargó de ofrecer un desenlace lleno de cariño a la historia. La tragedia y el amor a partes iguales.

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