
Ciento cincuenta carreras y más de siete años. Eso es lo que ha tenido que esperar Carlos Sainz para obtener su primera victoria en la Fórmula 1. Lo hizo en Silverstone, décima cita del calendario y un escenario tremendamente especial, dada la historia del trazado. Antes de besar la gloria acumulaba cinco segundos puestos. La medalla de plata ya no era una opción. Subir a lo más alto del podio se había convertido en una obsesión para el madrileño, en una meta que acariciaba, pero, por una razón u otra, no lograba alcanzar.
En Gran Bretaña disponía de una oportunidad cristalina. Su primera pole lo colocó en el mejor lugar posible para ir a por la hazaña. No obstante, durante la carrera las dudas comenzaron a surgir. Primero porque una salida de pista le costó el liderato, que recaló en las manos de Max Verstappen. Posteriormente, después de que el holandés experimentase irreparables problemas en su monoplaza, el compañero de garaje de Sainz, Charles Leclerc, se convirtió en su peor pesadilla, en la principal amenaza para truncar, nuevamente, su sueño.
Era incuestionable que el monegasco tenía más ritmo y las conversaciones por la radio no se hicieron esperar. Una vez más, reinaba el desconcierto entre los estrategas de Ferrari, que hicieron gala de su habitual inmovilismo y escasa capacidad para tomar decisiones en el instante preciso. Tras las paradas, Leclerc volvió a aparecer en los retrovisores del español con evidente autoridad. Daba igual que la parte delantera de su máquina estuviese dañada debido a un toque con Sergio Pérez en los primeros metros de la prueba.
Desde el muro del equipo rojo apelaron a la lógica, a los números reflejados en sus ordenadores. Leclerc era el más fuerte de los dos y pidieron a Carlos que le cediese el primer lugar. Llegó entonces el golpe de fortuna que parecía destinado a otros, pero no a Carlos, quien a lo largo del año ha visto, en demasiadas ocasiones, cómo sus esperanzas se resquebrajaban por los caprichos del azar. Era su día y todo se alineó para que los anhelos de toda España se hicieran realidad. El abandono de Esteban Ocon por un fallo mecánico en su Alpine fue la carambola que lo cambió todo.
Salió el Safety Car mientras Sainz y el resto de los pilotos de cabeza entraban en boxes para introducir neumáticos blandos. Todos menos Leclerc, vulnerable frente a la cacería que se avecinaba, indefenso con sus gomas medias gastadas. Si Ferrari hizo lo correcto parando solo a uno de sus coches es debatible. Pero lo que la historia nos ha enseñado es que, normalmente, el que comanda la carrera tiene las de perder cuando el guion de la misma da un vuelco. Siempre es más fácil tratar de mantener el liderato que remontar para recuperarlo.
Es cierto que el monegasco pagó un precio muy alto y perdió una prueba que tenía en la mano. También que Sainz tuvo lo que hay que tener para sobrepasarlo, para arriesgar a la mínima oportunidad y demostrar unas agallas que, en alguna ocasión, se han puesto en entredicho. El madrileño tuvo la cabeza fría y supo manejar una presión asfixiante. Se alzó con el triunfo, sin ser el más veloz sobre la pista, pero exhibiendo su tradicional solidez. Esta vez la suerte, que tanto le debía, le sonrió, y los aficionados españoles, tras nueve años de espera, desde aquel lejanísimo 12 de mayo de 2013, volvimos a ver a uno de los nuestros en el trono de la Fórmula 1. Ya nos tocaba.